5 sept 2010

Algunas historias malentretenidas...

Todos eran Roma - Fernando Pedernera

El viejo caminaba por la vereda, llevaba bastón y un sombrero que hacía juego con el saco. Solía caminar por la calle, incluso en el centro, pero ya no. No le gustaba pisar el asfalto, le hacía doler la espalda si lo caminaba por mucho tiempo y ahora todas las calles del pueblo estaban asfaltadas. Llegó al bar del Tano y ocupó su lugar de siempre en la mesa del rincón, desde donde podía ver la tele y lo que pasaba en la barra y en las otras mesas. Nadie lo atendió. Al cabo de un rato, llamó a una chica, que le dijo que esperara. Tomó el pedido a otra mesa y después fue con él.

-Buenos días –dijo la chica.

-Con una moza tan bella, no lo dudo –dijo el viejo. Pero la chica no se rió.

-¿Qué va querer? –le preguntó ella.

-Ravioles de verdura, con salsa rosa -dijo el viejo- ¿Cómo es tu nombre?

La chica no dijo nada, sólo anotó -¿Para tomar?

El viejo miró a las personas que habían llegado al lugar. Dos parejas, con un chico que llevaba una muleta y la pierna envuelta en vendas.

-¿Para tomar? –repitió la moza.

Los hombres eligieron una mesa y dejaron pasar a las mujeres. Una se sentó y los hombres la acompañaron, pero la otra se quedó de pie, con el chico vendado de la mano. Mirando al viejo, la mujer se inclinó y le preguntó algo al nene, que asintió. El viejo se levantó, buscó su sombrero, su bastón y haciendo a un lado a la chica que le tomaba el pedido salió del bar, sin quitar la vista de ellos.

El pasto del jardín delantero estaba crecido y cubría el camino que llevaba a la casa al final del mismo. A un costado, en lo que alguna vez había sido una cochera, estaban los restos de un Falcon viejo que se camuflaba con el verde de las plantas. Al auto le faltaban las ruedas y una puerta. Hacía tiempo que las plantas lo habían invadido y crecido adentro, haciéndolo parte del jardín.

Atado al auto por el cuello estaba Roma, con la cabeza apoyada sobre sus patas. Miraba atento la vereda, asegurándose de que nadie tocara su territorio. Levantó las orejas. Había un pájaro en medio del jardín, sobre una madera. El ave dio dos saltos y miró al perro, que ya mostraba los dientes. Roma se puso de pie y sin perder de vista al pájaro se preparó para salir a la caza. El pájaro miró a un lado y se alejó volando. Entonces lo oyó: había alguien en la vereda.

El tipo levantó el rifle y apuntó al perro, que le ladraba tratando de zafarse.

-Es lo que te merecés, desgraciado –le dijo.

En ese momento, el viejo dio la vuelta a la esquina, lo vio y sin pensarlo dos veces, embistió al hombre lo más fuerte que su pierna coja le permitió. Salió un disparo al aire y los dos cayeron al suelo.

-Hijo e’ puta, asesino –gritaba el viejo mientras forcejeaba con el hombre.

El tipo alejó al viejo de un empujón y cuando se puso de pie recargó el rifle. El viejo agarró su bastón y logró levantarse también. El otro, desde donde estaba, apuntó con el arma al perro, que ladraba y se agitaba, tratando de defender a su amo. El viejo agarró el bastón con las dos manos y lo partió contra la nuca del tipo, que cayó desmayado al suelo.

El rifle salió despedido y cuando cayó dio otro disparo que rompió una ventana de la vereda de enfrente. Unas personas salieron gritando. El viejo se esforzó por mantenerse en pie, respiraba con dificultad. Trató de apoyarse en su bastón, que estaba quebrado, y cayó al suelo otra vez.

Cuando despertó ya era de noche. Se encontró sentado en el sillón de su casa, al lado del fuego del hogar. Tanteó alrededor hasta que pudo ver bien e intentó ponerse de pie, pero no alcanzó, y cayó sentado otra vez donde estaba. Escuchó el sonido de la cadena del baño, la puerta se abrió y salió una mujer de pelo enrulado.

-Me diste un susto de aquellos, papá -dijo la mujer, sentándose a su lado-. Cuando me llamaron pensé lo peor.

-¿Roma dónde está?

-Está bien, está bien. Lo até atrás.

-No le gusta estar atrás –dijo el viejo.

-Bueno, en un rato lo muevo adelante otra vez.

Al viejo se le anudó la garganta. La mujer se acercó y lo abrazó, apoyando la cabeza en su hombro. La pava empezó a silbar. La mujer besó la frente del viejo, fue hasta las hornallas y sacó la pava.

-¿De qué lo querés? –preguntó.

-Da igual.

La mujer preparó dos tazas de té, les puso azúcar y las llevó hasta la mesa ratona en una bandeja. Las dejó sobre la mesa adelante del viejo y después de sentarse, tomó un trago de su taza.

-Está que pela –dijo, riendo.

El viejo hizo una mueca.

-El otro día me ganó Nahuelito –dijo la mujer-. Me agarró con un mate pastor. Cómo pasa el tiempo -dijo-. Mi propio hijo ya me gana al ajedrez. Es muy bueno jugando, lo sacó de su abuelo, de vos.

-Yo no soy su abuelo.

-Siempre fuiste como un padre para mí -dijo la mujer. Se quedaron en silencio un momento.

-Todo el pueblo está empecinado con matar al perro -dijo el viejo.

-Y bueno, no es la primera vez que pasa, papá –dijo ella.

-Es porque me odian a mí –dijo el viejo-. Es para joderme a mí.

-Papá, tenés que entenderlos.

-No puedo, porque no puedo tolerar la barbarie, carajo. El tipo ese vino con un rifle a mi casa. Esto no es contra el perro. Es contra mí. Ellos creen que –dijo el viejo, le temblaba la mano-. Creen que soy un monstruo.

La mujer miraba el suelo.

-No saben cómo eran las cosas –decía el viejo-. No saben nada. Nada.

-Tratá de calmarte, papá.

-Bestias, malcrían a sus hijos y me hacen pagar a mí por ellos.

- Cortala, papá.

-Tendría que haberlo matado yo a ese chico, carajo.

La mujer se levantó, fue al baño y cerró de un portazo.

El viejo miró el fuego. Se puso de pie y llevó las tazas hasta la pileta de la cocina, acomodó unos platos que se estaban secando y fue hasta el baño. Tocó a la puerta -la mujer no dijo nada- podía escucharla usando la canilla. El viejo abrió la puerta con suavidad y miró adentro. La mujer lloraba.

-Está bien –dijo ella, con la voz entrecortada-. No es nada, papá. Sé que no quisiste decirlo, pero no puedo evitarlo, papá, no puedo.

-Es mi culpa –dijo el viejo-. Es que a veces… a veces me siento como Roma, atado por el cuello a ese auto.

Al otro día la mujer se levantó y fue a la cocina. En el comedor estaba el viejo, sentado con los brazos cruzados y las piernas juntas. La mujer no entendió qué pasaba. El viejo tenía la cara colorada y el ceño fruncido.

-Se lo llevaron –fue lo único que dijo.

La mujer salió apurada y miró en el Falcon donde dormía Roma. En el interior, entre los asientos rotos y los pastos, estaba la correa cortada. La mujer la sostuvo en la mano. Desde donde estaba miró alrededor, pero no vio a nadie. Todos habían desaparecido.


Solanum lycopersicumFlorencia Pellegrini

Desesperanzada como una naranja medio seca. Como un tomate liquidado en la acera.

Nada de lo que recuerde me incierta, si ya me he preguntando tantas veces qué ha sucedido y es igual si pueda o no contestar aquello, al cabo de un rato me estaré olvidando.

De pronto estoy caminando por la calle dos o tres horas. Compro unos chicles para justificar el ingreso al baño y ahí me doy cuenta de la mancha en el vestido. Me avergüenzo de haber andado así todo el día (un todo el día que solo fueron dos horas).

Una fina línea de evidente color rojo sangre recorre el vestido desde la axila hasta el muslo. ¿Qué es aquello? Por quinta vez, ¿qué ha sucedido? ¿Fue entonces? No puedo formularme un cuándo, creo que no me interesa el por qué. Intento quitarme con agua la mancha, pero entonces me doy cuenta lo seca que está. Ahora sí, ¿cuándo sucedió?

Me siento una goma espuma sucia. No tanto por lo sucia, sino por lo inservible e imperecedero de ser metafóricamente una goma espuma. Salud.

Aplastada, como chicle en la acera, ahí al lado del tomate. Y somos miles los chicles.

O no, mejor ésta: como cigarrillo en una parada de colectivo. ¡Qué infeliz!

Humedezco con saliva el vestido para comprobar que aquella recta bordo empastado es sangre. Pero, ¿cómo? Me miro el cuerpo en busca de cortes, algún moretón o dolores. Por ende, ¿con quién? O tal vez, ¿a quién?

Cara de póker a la empleada que entra. Me dice que va a limpiar el baño. Indirectamente me echa. Bueno, ya. Salgo de costadito apresuradamente para que no me mire el vestido, pero esa mujer apenas se percata de mis movimientos.

Estuve caminando tanto desconociendo ese renglón en mi costado y ahora no me soporto ni dos minutos en la calle. Ponerme a correr no tendría sentido. Una ridícula en tacos altos a las cinco de la tarde, en deplorables condiciones físicas que a las dos cuadras se desmaya, de seguro. Entonces el socorro, la mancha y algún pánico infundado. Quizás tenga el aspecto de la masa gelatinosa desparramada contra el suelo. Y las semillitas, minúsculas y aplanadas queriendo salvarse. Tomate de porquería.

Empiezo a caminar rápido, moviendo mi cintura en una gracia poco natural, pero ¡qué gracia! Nada me afecta. Sí, a usted le digo señor, que me mira las piernas. Ahí viene otro más de frente, está distraído, quizás no se de cuenta de mí. Pero, ¡opa!, ¿me miró el costado? ¿Me miró el vestido?

Pánico.

¿Por qué me cruzo con tanta gente? ¿A dónde van? Que se tomen un taxi o un colectivo. Si quieren caminar que vayan al gimnasio. Me gana el melodrama.

El recorrido se me hace una tortura de unos veinte minutos insalvables. Me hubiese tomado yo un taxi.

Frustrada, como la cara que mira los gajos de una mandarina en la expresión de “maldita sea, no estas dulce”.

Listo, llego al edificio. Llaves, portón.

Relajación, como el lavarse las manos después de sentirlas tan sucias.

Me lo he preguntado tantas veces en el camino, cada vez con más énfasis. Nada aceptable surgió en mi mente para aliviarme. Ni siquiera un “puede ser”.

Quinto piso, mi departamento. Si tomo el ascensor seguro el señor Juan va a salir a saludarme. Esa piltrafa hace tanto bochinche que se va a dar cuenta que estoy llegando, a pesar de su sordera. Y no puede verme así.

¡Ver eso!

No, esa ringlera, columna, estría de incógnita y color de imaginada muerte. Posible sacrificio. ¿Será así? Miro mis manos con asombro glacial. Aquella tendencia rectilínea me paralizó.

Miedo, como el despertarse con la luz de un rayo en un día tormentoso y jurar haber visto una figura al lado tuyo.

Decido subir por las escaleras. Qué estupidez más grande la mía. Escalón por escalón los tacos resuenan como tronadores haciendo eco en todo el maldito edificio. Parecen como si adrede se clavaran en el mármol sólo para burlarse de mí. Y es igual que me queje o no, jamás se me ocurrió descalzarme.

Un desperdicio, como caramelo que recién te metes a la boca y sin querer te lo tragaste sin saborearlo.

Y el terror. Ahí, en el tercer piso: Don Juan sacando la basura. Viejo de mierda, si siempre toma el ascensor, ¿qué hace ahí? Y, ¿cómo? Pero ya me habría de olvidar.

Emilia, ¿cómo está? ¿Qué le pasa?

Tu cara.

¿Qué hiciste?

Solanum lycopersicum, es lo único que me acuerdo.

Presión. Bien. Resolvamos esto.

En realidad no tengo de qué preocuparme, mientras no mirara el diámetro de aquella hilera de grito ahogado al costado, curvándose con mis curvas. El meridiano de cobardía en el que en este momento se posan sus ojos.

Pavor.

¿Qué hiciste? (ya lo había olvidado)

Yo, yo puedo. Yo puedo explicarlo (y subir lentamente por los escalones hasta el cuarto piso dónde podré correr y alejarme de él; no podrá alcanzarme, lo sé.)

¿Era necesario que gritara?

¡Emilia!

Sí, como cuando miras al tomate disecado y te preguntas si era necesario que luzca como una masticada.

No Juan, no me vea así.

¿Qué hiciste?

¿Acaso me llamó asesina? No puedo recordarlo.

Ya, quinto piso, la puerta de su casa abierta vaya a saber uno por qué.

¿Monstruo? ¿Yo?

No hice nada. No puedo recordarlo.

Por favor. ¡Si esta sangre es mía! Del cuchillo que acabe de tomar de su cocina, del cuchillo que está ahí tirado en el suelo y que ha cortado mis venas.

¿No ve? Tengo sangre en todo el vestido. Es mía, ahora lo ve. Es mía. Lo estoy recordando.

Si yo no hice nada.

Hecha una piltrafa. Y el olor nauseabundo de verdura podrida al que acuden las moscas aumentando poco a poco.







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